EPITALAMIO
Eran días de caqui y de bromuro
acuciaba el
vigor en los cuarteles,
del apetito
impuro,
calmábamos
el hambre en los burdeles.
En la noche
africana, de asueto y borrachera
pasé por el
serrallo
y en el
verde irisado de unos ojos,
que tomaban
reflejos esmeralda
con el roncero hachón de una sonrisa,
se detuvo el
corcel de mi capricho.
Con pícaro
mohín y un ademán lacero
me invitó a
festejar en su yacija,
y en un acto
fugaz, de complacencia,
dio cauce,
indiferente,
al ímpetu
febril de mi premura.
Espérate soldado, me dijo en un susurro
y acarició
mi torso de fauno satisfecho;
miré para
otro lado, y en íntima liturgia,
lavó con
agua clara su cuerpo desdeñado;
de aquella
piel morena, borró el licor añejo
de orgías
anteriores, que acaso abominaba;
como si
acariciara los pétalos intactos
de una
escondida flor,
que no entregó
jamás al vicio tarifado,
se cubrió de
otro olor y me brindó el aroma,
limpio,
fresco y azul de una flor nueva
Puso, sobre
su carne, la gasa del recato,
cubrió su
ruin yacija con un lienzo impoluto,
tornándose
aquel ara de oscuras libaciones
en tálamo
gozoso de novia primeriza.
Despertó
aquella noche su sexo adormecido
que en
tantas ocasiones venéreas alquilara.
Llamándome a sus brazos,
me dijo quedamente: ¡bésame!;
¡muy despacio!, que quiero enamorarme,¿¡!?...
y condujo mis manos inexpertas,
por un dulce concierto de primas y bordones,
a líricos arpegios que nadie había pulsado;
abriendo, a mi bisoña y tímida ignorancia,
la asignatura ignota,
de la que fui bebiendo la esencia magistral,
hasta llenar de gozo mi ser maravillado.
Surgieron de sus senos dos cárdenas cerezas,
llamándome a cubrirlas con besos infinitos,
y porque ella lo quiso, se me entregó completa,
llenando aquel instante de un halo virginal.
Aspiré de aquel cuerpo, limpio y distinto aroma,
porque surgió del fango como un lirio inocente
igual que se abre paso en el limo corrompido
el cándido blancor de una azucena.
No me lloró su historia, ni
preguntó mi nombre,
me fui de su regazo, feliz y confundido,
y cuando al despedirme, me dio el último beso;
con el semblante grave y una sonrisa amarga,
mojaron sus mejillas, silenciosos,
dos gruesos lagrimones que brotaron
del verde manantial de sus pupilas.
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